domingo, 31 de julio de 2011

La Cantimplora Helada

Cuando era pequeña vivía en una ciudad donde el verano nos perseguía todo el año. Hacía calor, muchísimo. En mi colegio se metía por todas partes, a pesar de estar hecho de concreto armado y suelos de granito. Lo más cercano a un aire acondicionado era estar sentado debajo del ventilador. Para intentar sobrellevar los días y las clases, algunos niños llevaban una cantimplora llena de agua fría, la de algunos sudaba hielo y eran esas, precisamente, de las que todos queríamos beber. No siempre nos daban, algunos tenían manías con la saliva y no querían compartir.

Los días de cola en el bebedero, lo único que nos consolaba era esperar la hora de la salida para comprar chupi-chupi, unos heladitos de agua y colorante sabor a refresco. Si en mi casa se hubieran enterado que los comía me hubiera ganado un regaño porque “quién sabe con qué agua estaban hechos esos helados”. Así que si me atrevía comprar uno lo comía con miedo, pero con alegría. Tantas horas esperando algo frío.

Tengo un cierto amor por la palabra cantimplora, me suena a mi abuelo Marco y a sus manos de piedra, a su extraño amor por el dedo meñique y a su sonrisa fina. A las manos de mi abuela haciendo bollos de maíz tierno y a los relatos perdidos de Elia. Es como si al escuchar esa palabra miles de recuerdos volvieran de algún rincón escondido a alegrarme el día. Nunca he querido volver a mi infancia, aunque a veces la extraño. Es la típica nostalgia de querer volver a algo que ya no existe y de ver a los que ya no están.

Creo que tengo muchísima sed, el niño con la cantimplora que suda hielo le tiene asco a la saliva ajena y la mía está vacía.

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